miércoles, 17 de noviembre de 2010

El Nombre...


El Señor tiene noventa y nueve nombres accesibles al entendimiento humano; noventa y nueve atributos: es justo, misericordioso, todopoderoso, etcétera. Pero tiene un centésimo nombre que brilla en los cielos. El que llega a aprenderlo, se eleva por encima de la condición humana; en él residen el pensamiento y el poder infinitos; él es el Maestro del Nombre. Una larga cadena de Maestros del Nombre -dice Israel Baal Shem- liga los siglos a la revelación original, desde el inmemorial Melquisedec hasta nuestros días. Eliezer de Worms aseguraba que el Nombre está escrito en una espada, y que, cuando el Judío Errante la ve, tiene que reanudar inmediatamente su camino... En una narración muy notable de Jorge Luis Borges, el mago Tzinacán, sacerdote sacrificador de la pirámide de Qaholom, se ve encerrado en una profunda cárcel, donde tiene que morir, por haberse negado a revelar a los españoles el escondrijo de un tesoro. Será devorado por un jaguar, que espera al otro lado del muro. Tzinacán busca el nombre, la fórmula de la escritura absoluta, de la eternidad. Dios la escribió el primer día de la creación. «La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura secreta, y que la leerá un elegido... Quizás en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.» Y así fue como Tzinacán, mudo, indiferente a sí mismo y a su fin, «dejando que me olviden los días, acostado en la oscuridad», descifró en la piel de la fiera «los ardientes designios del Universo».
Todas las tradiciones, primitivas, gnóstica, cabalística, dicen que hay un Nombre supremo, clave de todas las cosas. Pero también enseñan que cada cosa y cada criatura tienen su nombre verdadero, que contiene y expresa su naturaleza esencial, su situación y su papel en la armonía universal. Esta idea se encuentra ya en las antiguas civilizaciones. El verdadero nombre de Roma era guardado en secreto, y Cartago fue destruida -según se dijo- cuando los romanos se enteraron, por una traición, de su nombre oculto.
Para el hombre llamado «primitivo», no hay diferencia entre la cosa y la palabra que expresa la cosa, no hay diferencia entre el aliento, principio vital, y el Verbo, formado por el aliento entre los dientes. El lenguaje es una sustancia y una fuerza material que no se concibe como una parte mental, como un proceso de abstracción, sino como un elemento del cuerpo y de la Naturaleza.
Lo mismo que ocurre con la materia y el espíritu, lo real y el lenguaje, lo significado y lo que lo significa, que se confunden en la unidad del mundo exterior y el mundo interior. Hasta el punto de que la mayoría de los sistemas mágicos se fundan en un tratamiento de la palabra considerada como fuerza realmente activa. Hay palabras secretas, demasiado poderosas para ser manejadas por los no iniciados; existen prohibiciones de usar ciertas palabras; hay palabras que son instrumentos eficaces del hechizo o del exorcismo. En la lengua acadia, «ser» y «nombrar» son sinónimos. En su célebre libro, El ramo de oro, Frazer observa que, en muchas tribus primitivas, «el nombre puede servir de intermediario -igual que los cabellos, las uñas u otra parte cualquiera de la persona física- para hacer actuar la magia sobre esta persona». Para el indio de América del Norte, su nombre es una parte de su cuerpo; quien maltrate a su nombre, atenta contra su vida. Julia Joyaux (El lenguaje, ese desconocido) observa: «El nombre no debe ser Pronunciado, pues el acto de la pronunciación-materialización puede revelar materializar las propiedades reales de la persona que lo lleva, haciéndola así vulnerable a la mirada de sus enemigos. Los esquimales adoptaban un nombre nuevo cuando se hacían viejos. Los celtas consideraban los nombres como sinónimos del "alma" y del "aliento". Entre los yuins de Nueva Gales del Sur, en Australia, y en otros pueblos, siempre según Frazer, el padre revelaba su nombre a su hijo en el momento de la iniciación, pero muy pocas personas lo conocían. En Australia, se olvidan los nombres, y se llama a la gente "hermano, primo, sobrino...".
Los egipcios tenían también dos nombres: el pequeño, que era bueno y se empleaba en público, y el grande, que se disimulaba. Tales creencias, referidas al nombre propio, se encuentran también entre los kru del África Occidental, en los pueblos de la Costa de los Esclavos, entre los wolofs de Senegambia, en las Islas Filipinas, en las Islas Burrú (Indias Orientales), en la isla de Chiloé (frente a la costa meridional de Chile), etcétera. El dios egipcio Ra, al ser mordido por una serpiente, se lamenta: "Yo soy aquel que tiene muchos nombres y muchas formas... Mi padre y mi madre me dijeron mi nombre; permanece oculto en mi cuerpo desde mi nacimiento, para que ningún poder mágico pueda ser adquirido por quien quisiera echarme un maleficio." Pero acabó por revelar su nombre a Isis, que se hizo, por ello, todopoderosa. También pesan tabúes sobre palabras que designan grados de parentesco.
»Entre los cafres, las mujeres tienen prohibido pronunciar el nombre de su marido y el de su suegro, así como cualquier otra palabra que tenga semejanza con aquéllos. Esto trae consigo una alteración tal en el lenguaje de las mujeres, que bien puede decirse que éstas hablan una lengua diferente. Frazer recuerda, a este respecto, que, en la Antigüedad, las mujeres jónicas no llamaban nunca a su marido por su nombre, y que, en Roma, nadie debía nombrar al padre o a una hija mientras se celebraban los ritos de Ceres.
»Los nombres de los muertos están sometidos a las leyes del tabú. Tales costumbres eran observadas por los albaneses del Cáucaso, y Frazer las advierte también en los aborígenes de Australia.
En el lenguaje de los abipones del Paraguay, se introducen palabras nuevas todos los años, pues se suprimen oficialmente todas aquellas que se parecen a los nombres de los muertos, sustituyéndolas por otras nuevas. Se comprende que tales procedimientos anulan la posibilidad de crónicas e historias; el lenguaje deja de ser depositario del pasado y se transforma con el decurso real del tiempo.
»Los tabúes afectan igualmente a los nombres de los reyes, de los personajes sagrados y de los dioses; pero también a muchísimos nombres comunes. Se trata, sobre todo, de nombres de animales o de plantas, considerados peligrosos, y cuya pronunciación equivaldría a evocar el peligro mismo. Así, en las lenguas eslavas, la palabra que significa "oso" fue sustituida por otra más "anodina", cuya raíz es "miel" y que nos dio, por ejemplo, en ruso, el vocablo "med'ved", de "med", miel. El oso maléfico quedó remplazado por algo más eufórico.
»Estas prohibiciones parecen corresponder a "imposibilidades" naturales, y pueden ser levantadas o expiadas mediante determinadas ceremonias. Muchas prácticas mágicas se fundan en la creencia de que las palabras poseen una realidad concreta y activa, y de que basta con pronunciarlas para que ejerzan su acción. Tal es la base de muchas oraciones o fórmulas mágicas con las que se obtiene la "curación" de enfermedades, la lluvia sobre los campos, cosechas abundantes, etc.
»Nosotros, los «civilizados», establecimos una dicotomía entre espíritu y materia, realidad y lenguaje, y nuestra concepción general dualista nos induce a considerar el lenguaje como una función separada, la lingüística como una ciencia distinta, el «hecho lingüístico» como procedente de una visión puramente formal, abstracta. Un filólogo como Boas lleva esta visión aislante hasta el extremo de negar toda relación entre el lenguaje de una tribu y su cultura. Ahora bien, no sólo existe, como opina Malinovsky, una relación entre el lenguaje y el contexto cultural y social, sino que, quizás, hay una relación, en «la magia que funciona», entre la palabra, el aliento, el sonido, la posición, el momento, el lugar, la disposición de la asamblea en que aquélla es pronunciada con acompañamiento rítmico, y la acción efectiva que se emprende. Todavía sabemos muy poco acerca de las virtudes del sonido, de que nos hablan las civilizaciones mágicas y espiritualistas. Todavía no hemos estudiado sistemáticamente el aliento y su articulación como «máquina», como Medio de acción. sobre el psiquismo, sobre la Naturaleza. Es posible que la lingüística, en el sentido moderno de esta disciplina, sea una ciencia de la corteza, y que haya una ciencia de la pulpa, que tal vez, un día, descubriremos o redescubriremos.

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